lunes, 21 de mayo de 2012

Salvaje


<< ¿Qué música escuchás? >> Le preguntó una chica con intenciones lujuriosas durante su estadía en la ciudad. 
            Su música siempre había sido la del viento, la de la tierra, las olas y todos los que, sin intención de lograrlo, creaban melodías armoniosas al ritmo de la libertad del páramo. Simplemente respondió <<Un poco de rock>>.
            Esa mañana su despertador fue el sol y con el sol, casi de la mano, llegaron las aves a cantarle canciones para despabilarlo. Su instinto lo llevó al río, apoyó su oreja sobre la tierra húmeda y dejó que el ronroneo de las aguas tranquilas lo integraran al entorno.
            << ¿Estás por tomar la comunión y no lo hacés por la plata de las estampitas? Estás re pirado >> Le dijo un niño que él creyó su amigo durante mucho tiempo.
            Pero claro, ¡Qué sabio ese niño! Si el placer de creer, confiar, alabar a una fuerza mayor no se haya arrodillado frente a una cruz, no se logra repitiendo oraciones culposas. Es la tierra, y el cielo, y el mar los que nos aplacan con su inmensidad y nos hacen sentir bien siendo diminutos cuando miramos el firmamento nocturno entre las montañas. Ese niño lo hizo llorar.
            Cuando por fin sintió que el sonido del río era la energía que le acompasaba los latidos del corazón decidió arrodillarse. Enterró sus dedos en el barro y percibió el dolor de las piedras raspándole los dedos como un placer de conexión con la tierra; su más grande gurú, su guía espiritual y su único dios. El vientre materno de su raza, de todas las razas.
            << Lichtenstein nació en los estados unidos el 27 de octubre de 1923. Su obra se caracteriza por…>> y así sus profesores le enseñaron sobre arte.
            ¡Qué locura! ¡Qué ironía! Pensar que el arte tiene fechas, nombres y lugares. ¿Por qué este cuadro es más que este otro? Porque lo firma Lichtenstein, claro. El verdadero arte se escondía de los ojos humanos en el concepto de representar, perdiéndose así, la expresión de lo contemplado con los ojos y el alma, o con los ojos del alma. Por eso le aburría tanto la anticuada escuela.
            Terminó de ponerse de pie y miró hacia arriba, el cielo no era cielo, su techo eran las copas de los árboles que lo llenaban de una luz verdosa muy confortante. Dio algunos pasos, quizá dos, quizá cien, sin bajar la vista. De repente llegó a un claro donde la luz del sol lo bañó de color; las flores, la madera y el cielo eran el arte que él quería apreciar.
            <<Disculpame, ¿tenés hora?>> Le dijo un tipo desconocido que caminaba por una calle desconocida.
            No se puede medir el tiempo cuando el reloj de pulsera no existe y cuando nuestro despertador son las aves. ¿Para qué medir el tiempo? ¿No era más divertido vivirlo? Si al fin y al cabo el tiempo era el titán que nos devoraba hasta hacernos desaparecer; Era el factor… ES el factor que nos desgasta, arruga y deshace en la tierra. << Tres menos cinco >> masculló.
            Quizá fueron segundos, tal vez días, pero lo cierto es que admirar el paisaje lo entretuvo durante un tiempo, cada tanto avanzaba unos cuantos pasos más pero terminaba haciendo paradas para contemplar su alrededor casi todo el tiempo. Él no sabe cuánto tiempo caminó ni cuánta distancia recorrió, simplemente lo vivió.
            <<¿Dónde vivís?>>  indagó otro desconocido cuando él ya estaba perdido.
            Vivir. Lo mejor era vivir, no importaba dónde, no importaba qué tan alta era la torre de Babel si, de todas maneras, en algún momento se iba a derrumbar. No respondió.
            De repente vio una imagen que lo aterró, lo hizo temblar; con el follaje enmarcándole el paisaje contempló a lo lejos unos edificios altos perderse entre las nubes, perderse entre el celeste del cielo. Cerca de sus bases había muchos árboles bajitos, pero eran árboles podados, moldeados, cuartados. Y en las bases de estos había criaturas sentadas, paradas, caminando, corriendo, saltando. Las criaturas tenían formas muy variadas pero, en general, coincidían en la cantidad de ramas… brazos, raíces… piernas y copas… cabezas. Él apartó la vista y miró hacia abajo, se encontró con dos pies descalzos, con rodillas sucias y con manos ennegrecidas, ahí fue cuando recordó un poco; él también era una de esas criaturas, pero él era distinto, él no vestía ropas si no tenía frío, él no medía su tiempo ni se interesaba por saber dónde vivir. Él no rezaba en bancos incómodos de madera, ni escuchaba la música de las radios, él vivía distinto y por eso era distinto. Él vivía más, o vivía menos, no sé, pero vivía y no medía el tiempo, este lo corroía sin avisarle, era inmortal con la simple inacción de no esperar a la muerte. Así vivía, viviendo vivía. 

                                                                                                                        
  
            Vale aclarar, si es que alguien llegó a leer hasta acá, que mis dedos se siguieron moviendo para escribir gracias a un par de temitas de Eddie Vedder. 






           Por otro lado, el disparador de todo esto fue una muy linda foto de un gran colega y compañero. 
Con su permiso, acá se las dejo:

PH: Francisco Nishimoto

...Y yo ligué una versión impresa
 y firmada de la foto :)


Julian Spandrio

Carlos Varela, los sueños y el reloj de arena.

Carlos


             Carlos camina por la playa, su cuerpo siente la espuma del mar caribeño y la arena húmeda colándosele por los dedos, la brisa es cálida y el sol agradable pero su mente no viaja con él, los ojos de su alma miran su propio vacío y lloran de angustia. Ese día había sido muy malo para él, sumado al hambre y al ardor de las rodillas raspadas que lo azotaron durante toda su corta existencia hoy había encontrado algo que a cualquiera hubiese lastimado: La decepción.
            En su caminar llevaba los brazos caídos y en la mano derecha tenía enroscado el rosario que había sido de su madre hasta hace unas horas. El crucifijo rasgaba la perfección de la arena y dejaba una diminuta línea que simbólicamente lo dividía a él del resto del mundo, porque en la playa había algo de gente, pero él estaba solo.
            Los dedos del pié le dolían un poco, pero no iba a dejar de caminar porque no había encontrado lo que estaba buscando. La búsqueda hubiese sido más fácil si él hubiese sabido lo que buscaba, pero como estaba acostumbrado al vacío y al “sin razón” simplemente continuaba avanzando. De repente sus ojos divisaron un lugarcito acogedor entre unos árboles, se acercó y buscó reparo en esa sombra verdosa, se sentó en una piedra que le resultó muy cómoda y se puso a contemplar el mar con el mentón apoyado en las rodillas. Ese era el lugar perfecto para enterrar el rosario. Luego de haber acabado se quedó unos minutos vertiendo arena seca sobre la ya removida usando sus dedos como tamiz, quizá porque así pasaba el tiempo y se distraía. Realmente no quería continuar enterrando las otras cosas que debía enterrar. De repente apretó un puñado y comenzó a bañarlo, involuntariamente, de lágrimas.
            No lloraba por la muerte, no lloraba por su pérdida, no era realmente eso lo que le estaba calando el pecho. De todas maneras, ya había llorado lo suficiente por la enfermedad de su madre y la había perdido mucho tiempo antes de su fallecimiento. Lo que le hería en la boca del estomago era la misma decepción.
            Sabía muy poco sobre ciencia, política o religión, pero después de hoy, ya no le creía a ninguna de las tres bestias. Entendía poco de política, pero le bastaba saber que ella no hizo nada por su madre, o por la de muchos más,  ni tampoco hizo nada por su pobreza, o por la de muchos más. Ignoraba totalmente los conceptos científicos, pero le alcanzaba con entender que ni la mejor medicina pudo salvar a sus seres queridos. Por último, había estudiado y practicado la religión católica desde pequeño, pero ni sus rezos más profundos habían curado sus dolores o llenado sus vacíos.
            Cuando no hubo más lágrimas que expulsar cayó rendido en el suelo y durmió. Lo despertó la risa de algunas personas a su derecha. Cuando abrió los ojos y los contempló, se encontró con un grupo de ancianos que se mofaban de su somnolencia, ellos habían interrumpido su sueño y lo habían traído de vuelta a la cruda realidad, pero no podía decirles nada, eran mayores a él y debía guardarles un hipócrita respeto, a pesar de los gritos que querían salir por su boca, se limitó a mirarlos lastimosamente para luego posar su mirada en el brillo del mar.
            Los días pasaron y Carlos regresaba todos los días a esa piedra, pasaba por lo menos cinco o seis horas mirando las olas, pensando y acariciando la arena con la yema de sus dedos. En ese lugar había encontrado la herramienta para llenar su vacío, su soledad. Pero esto no era más que un sueño, un sueño que esperaba algún día cumplir.
            Así su barba creció, esperando el momento en el cual su sueño se hiciera realidad. No deseaba más estar solo, pero ninguna relación le era suficiente, necesitaba a alguien tan vacío como él para realmente confiarle su ahuecada alma. Dejó de lado amigos, pretendientes y compañeros de trabajo por su playa, nadie lo entendía y terminó quedándose más solo que antes.
            A él no le molestaba esperar, no le tenía miedo a esperar como tantas otras personas que había conocido. Sabía que había más soñadores en este mundo y su sueño era encontrar a uno de esos. <<Si al fin y al cabo “el que espera desespera”, “soñar no cuesta nada” y “para salir a flote hay que primero tocar fondo”>> solía decir.
            Una noche llevó a alguien a su refugio, era una mujer que había conocido en una fiesta, ambos habían tomado bastante y trastabillaban con la arena. Él vio en ella algo especial, sintió que era la indicada para expresarse sinceramente, pensó que en ella estaba el resto de su vida. Entre besos apasionados comenzó a desvestirla, pero se detuvo al ver su cuello, colgaba de él un rosario que se perdía en su cuerpo. Instintivamente se lo arrancó y lo arrojó lejos en dirección al agua, luego se  sentó en su piedra y no despegó sus ojos vertientes de lágrimas del oscuro oleaje. Ella huyó y no se volvieron a ver.
            El tiempo siguió pasando, su sueño siguió creciendo. Cada vez podía dedicarle menos tiempo a estar allí sentado y cada día su indignación hacia las tres bestias crecía más y más. El tiempo le blanqueó la frondosa barba y le platinó la cabeza.
            Un día caminaba hacia su lugar en el mundo, con la arena húmeda colándosele por los dedos y la brisa cálida del Caribe golpeándole en la cara cuando, al acercarse a dicho lugar, vio a un grupo de ancianos riéndose señalando a un joven que, acostado al lado de su piedra, dormía con los ojos hinchados del llanto.
            Los hombres que se mofaban del durmiente le trajeron a la cabeza muy malos recuerdos, le hacían sentir igual que el día de la muerte de su madre, pero esta vez esos viejos no eran lo suficientemente viejos como para superarlo, él llevaba más años encima, por lo tanto no debía guardarles ningún tipo de respeto. Así fue cómo juntó valor y los enfrentó, los señores no reaccionaron del todo bien y no se compadecieron del demacrado Carlos, lo golpearon hasta luego de haber caído al piso y luego simplemente se marcharon con aire de ganadores. 
            El joven despertó y al ver a un anciano extremadamente flaco doblado sobre su cuerpo en la arena corrió a su ayuda, lo ayudó a caminar hasta los árboles y lo sentó en el suelo. Le dio un poco de agua que tenía en una mochila y le preguntó cómo se sentía.
            Carlos no quiso contarle lo que había hecho, no por la vergüenza de la derrota, ese tipo de cosas no le importaban hace tiempo, si no porque recordó lo mucho que había incrementado su decepción y su vacío el despertarse y encontrar a un montón de hombres mayores riéndose de un soñador y quiso evitarle al joven el desesperante sentimiento.
            Simplemente le habló sobre una pandilla de adolescentes maleducados con ganas de golpear y evadió el tema al instante. No se sentía tan dolorido como antes así que se reincorporó y llevó al joven hasta su piedra, se sentó en ella y comenzó a contarle un poco de la historia que había vivido allí.
            Al joven le brillaban los ojos, sentía que ese señor era él mismo unos años mayor, compartió algunas de sus penas con Carlos y rieron de algunas anécdotas en común.
            Carlos remontó su historia hasta el día en el que conoció su refugio y le contó al chico sobre los restos de un Rosario que deberían estar enterrados muy profundo en la arena, hizo ademán a sus pensamientos sobre el sistema político, sobre la incompetencia científica y sobre la manipulación religiosa que había descubierto con la madurez.
            El joven parecía tener cien historias que contar por cada pensamiento del viejo. Intercambiaron risas, ideas e historias hasta que la noche les entró por los ojos y no pudieron seguirse viendo, en ese momento se quedaron simplemente contemplando el cielo estrellado en silencio. Pero el silencio no era un silencio solitario, era un silencio apacible y relajado que se encontraba surcado por respiraciones tranquilas y con sentimientos de satisfacción y realización personal.
            La mañana se hizo notar, pero solo para uno de ellos amaneció. El joven, aún con lagañas en los ojos, se quedó contemplando el cuerpo inmóvil de un hombre al que se le había olvidado quizá respirar o latir de la emoción. De todas maneras, él sabía que ese hombre, su amigo, había dejado este mundo con una soledad saciada y un sueño cumplido, un sueño que de tanto soñar se volvió una realidad eterna tan perfecta de la cual no era placentero despertar.   


Julian Spandrio