lunes, 21 de mayo de 2012

Carlos Varela, los sueños y el reloj de arena.

Carlos


             Carlos camina por la playa, su cuerpo siente la espuma del mar caribeño y la arena húmeda colándosele por los dedos, la brisa es cálida y el sol agradable pero su mente no viaja con él, los ojos de su alma miran su propio vacío y lloran de angustia. Ese día había sido muy malo para él, sumado al hambre y al ardor de las rodillas raspadas que lo azotaron durante toda su corta existencia hoy había encontrado algo que a cualquiera hubiese lastimado: La decepción.
            En su caminar llevaba los brazos caídos y en la mano derecha tenía enroscado el rosario que había sido de su madre hasta hace unas horas. El crucifijo rasgaba la perfección de la arena y dejaba una diminuta línea que simbólicamente lo dividía a él del resto del mundo, porque en la playa había algo de gente, pero él estaba solo.
            Los dedos del pié le dolían un poco, pero no iba a dejar de caminar porque no había encontrado lo que estaba buscando. La búsqueda hubiese sido más fácil si él hubiese sabido lo que buscaba, pero como estaba acostumbrado al vacío y al “sin razón” simplemente continuaba avanzando. De repente sus ojos divisaron un lugarcito acogedor entre unos árboles, se acercó y buscó reparo en esa sombra verdosa, se sentó en una piedra que le resultó muy cómoda y se puso a contemplar el mar con el mentón apoyado en las rodillas. Ese era el lugar perfecto para enterrar el rosario. Luego de haber acabado se quedó unos minutos vertiendo arena seca sobre la ya removida usando sus dedos como tamiz, quizá porque así pasaba el tiempo y se distraía. Realmente no quería continuar enterrando las otras cosas que debía enterrar. De repente apretó un puñado y comenzó a bañarlo, involuntariamente, de lágrimas.
            No lloraba por la muerte, no lloraba por su pérdida, no era realmente eso lo que le estaba calando el pecho. De todas maneras, ya había llorado lo suficiente por la enfermedad de su madre y la había perdido mucho tiempo antes de su fallecimiento. Lo que le hería en la boca del estomago era la misma decepción.
            Sabía muy poco sobre ciencia, política o religión, pero después de hoy, ya no le creía a ninguna de las tres bestias. Entendía poco de política, pero le bastaba saber que ella no hizo nada por su madre, o por la de muchos más,  ni tampoco hizo nada por su pobreza, o por la de muchos más. Ignoraba totalmente los conceptos científicos, pero le alcanzaba con entender que ni la mejor medicina pudo salvar a sus seres queridos. Por último, había estudiado y practicado la religión católica desde pequeño, pero ni sus rezos más profundos habían curado sus dolores o llenado sus vacíos.
            Cuando no hubo más lágrimas que expulsar cayó rendido en el suelo y durmió. Lo despertó la risa de algunas personas a su derecha. Cuando abrió los ojos y los contempló, se encontró con un grupo de ancianos que se mofaban de su somnolencia, ellos habían interrumpido su sueño y lo habían traído de vuelta a la cruda realidad, pero no podía decirles nada, eran mayores a él y debía guardarles un hipócrita respeto, a pesar de los gritos que querían salir por su boca, se limitó a mirarlos lastimosamente para luego posar su mirada en el brillo del mar.
            Los días pasaron y Carlos regresaba todos los días a esa piedra, pasaba por lo menos cinco o seis horas mirando las olas, pensando y acariciando la arena con la yema de sus dedos. En ese lugar había encontrado la herramienta para llenar su vacío, su soledad. Pero esto no era más que un sueño, un sueño que esperaba algún día cumplir.
            Así su barba creció, esperando el momento en el cual su sueño se hiciera realidad. No deseaba más estar solo, pero ninguna relación le era suficiente, necesitaba a alguien tan vacío como él para realmente confiarle su ahuecada alma. Dejó de lado amigos, pretendientes y compañeros de trabajo por su playa, nadie lo entendía y terminó quedándose más solo que antes.
            A él no le molestaba esperar, no le tenía miedo a esperar como tantas otras personas que había conocido. Sabía que había más soñadores en este mundo y su sueño era encontrar a uno de esos. <<Si al fin y al cabo “el que espera desespera”, “soñar no cuesta nada” y “para salir a flote hay que primero tocar fondo”>> solía decir.
            Una noche llevó a alguien a su refugio, era una mujer que había conocido en una fiesta, ambos habían tomado bastante y trastabillaban con la arena. Él vio en ella algo especial, sintió que era la indicada para expresarse sinceramente, pensó que en ella estaba el resto de su vida. Entre besos apasionados comenzó a desvestirla, pero se detuvo al ver su cuello, colgaba de él un rosario que se perdía en su cuerpo. Instintivamente se lo arrancó y lo arrojó lejos en dirección al agua, luego se  sentó en su piedra y no despegó sus ojos vertientes de lágrimas del oscuro oleaje. Ella huyó y no se volvieron a ver.
            El tiempo siguió pasando, su sueño siguió creciendo. Cada vez podía dedicarle menos tiempo a estar allí sentado y cada día su indignación hacia las tres bestias crecía más y más. El tiempo le blanqueó la frondosa barba y le platinó la cabeza.
            Un día caminaba hacia su lugar en el mundo, con la arena húmeda colándosele por los dedos y la brisa cálida del Caribe golpeándole en la cara cuando, al acercarse a dicho lugar, vio a un grupo de ancianos riéndose señalando a un joven que, acostado al lado de su piedra, dormía con los ojos hinchados del llanto.
            Los hombres que se mofaban del durmiente le trajeron a la cabeza muy malos recuerdos, le hacían sentir igual que el día de la muerte de su madre, pero esta vez esos viejos no eran lo suficientemente viejos como para superarlo, él llevaba más años encima, por lo tanto no debía guardarles ningún tipo de respeto. Así fue cómo juntó valor y los enfrentó, los señores no reaccionaron del todo bien y no se compadecieron del demacrado Carlos, lo golpearon hasta luego de haber caído al piso y luego simplemente se marcharon con aire de ganadores. 
            El joven despertó y al ver a un anciano extremadamente flaco doblado sobre su cuerpo en la arena corrió a su ayuda, lo ayudó a caminar hasta los árboles y lo sentó en el suelo. Le dio un poco de agua que tenía en una mochila y le preguntó cómo se sentía.
            Carlos no quiso contarle lo que había hecho, no por la vergüenza de la derrota, ese tipo de cosas no le importaban hace tiempo, si no porque recordó lo mucho que había incrementado su decepción y su vacío el despertarse y encontrar a un montón de hombres mayores riéndose de un soñador y quiso evitarle al joven el desesperante sentimiento.
            Simplemente le habló sobre una pandilla de adolescentes maleducados con ganas de golpear y evadió el tema al instante. No se sentía tan dolorido como antes así que se reincorporó y llevó al joven hasta su piedra, se sentó en ella y comenzó a contarle un poco de la historia que había vivido allí.
            Al joven le brillaban los ojos, sentía que ese señor era él mismo unos años mayor, compartió algunas de sus penas con Carlos y rieron de algunas anécdotas en común.
            Carlos remontó su historia hasta el día en el que conoció su refugio y le contó al chico sobre los restos de un Rosario que deberían estar enterrados muy profundo en la arena, hizo ademán a sus pensamientos sobre el sistema político, sobre la incompetencia científica y sobre la manipulación religiosa que había descubierto con la madurez.
            El joven parecía tener cien historias que contar por cada pensamiento del viejo. Intercambiaron risas, ideas e historias hasta que la noche les entró por los ojos y no pudieron seguirse viendo, en ese momento se quedaron simplemente contemplando el cielo estrellado en silencio. Pero el silencio no era un silencio solitario, era un silencio apacible y relajado que se encontraba surcado por respiraciones tranquilas y con sentimientos de satisfacción y realización personal.
            La mañana se hizo notar, pero solo para uno de ellos amaneció. El joven, aún con lagañas en los ojos, se quedó contemplando el cuerpo inmóvil de un hombre al que se le había olvidado quizá respirar o latir de la emoción. De todas maneras, él sabía que ese hombre, su amigo, había dejado este mundo con una soledad saciada y un sueño cumplido, un sueño que de tanto soñar se volvió una realidad eterna tan perfecta de la cual no era placentero despertar.   


Julian Spandrio

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